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Fanzine 03 – Derechos x sangre

El hombre más peligroso. Enemigo público número uno. Hábil con las armas y asesino de militares y sus familias. Bombas, disparos, amor y una vida de prófugo. Los huevos de oro que tenía Severino Di Giovanni se encuentran pocas veces.

Anarquista, italiano. Veía en la violencia la única forma de llevar a cabo un cambio social.

Horas antes de ser fusilado, mientras aguarda la muerte en su celda, escribe:

«No busqué afirmación social, ni una vida acomodada, ni tampoco una vida tranquila. Para mí, elegí la lucha. Pasar monótonamente las horas enmohecidas de la gente común, de los resignados, de los acomodados, de las conveniencias, no es vivir, es solamente vegetar, llevar encima una masa informe de carne y huesos. A la vida hay que ofrecerle la exquisita rebelión del brazo y de la mente. Enfrenté a la sociedad con sus mismas armas, sin inclinar la cabeza, por eso me consideran, y soy, un hombre peligroso».

Severino colocó bombas, mató gente. Siempre apuntando al poder y a sus representantes. Sus acciones más violentas y que generaron estupor en aquellos años de la Argentina fueron, volar el banco de Boston en el centro porteño, volar el City Bank. La embajada de Estados Unidos, y el consulado de Italia, por ese entonces, llenó de militantes fascistas a favor de Mussolini. También, asesinó a un policía disparándole en el rostro.

Llegó de Italia a la Argentina en 1923. Escapando debido a su activismo anarquista contra el fascismos creciente de Mussolini.

El 1 de febrero de 1923 fue fusilado por orden del presidente de la República Argentina. Roberto Arlt escribe en sus aguafuertes porteñas, de su fusilamiento. Ya que fue a cubrir el mismo. Súper recomendable que lo leas.

Su último panfleto anarquista dijo: «Sepan Uriburu y su horda fusiladora que nuestras balas buscarán su cuerpo. Sepa el comercio, la banca, la industria, los terratenientes y hacendados que sus vidas y posesiones serán quemadas y destruidas».


«El estado avala toda munición. Luego, clasifica un sistema de poderes, judicial, policial, para penar cada disparo».

«La legitimidad de un arma es para usarse contra vos mismo».

«¿Por qué no usarlas a discreción?»

«Contra un oficial corrupto y hueco»

«Para un fiscal egocéntrico»

«Un jefe explotador»

«Un banquero orgulloso»

«Un político sádico»

«Para toda mentira contra los pobres, lo más efectivo es un disparo».


«El mundo se divide en explotadores y explotados, y la única solución es la violencia».

JAMAS RESPETAR LA AUTORIDAD.


Severino le confesó a su defensor asignado (el teniente Franco). Lo siguiente:
«Yo voy a declarar en una sola forma: la verdad. Solo le pido que no me haga mentir de mí ideología. Soy anarquista y de eso no reniego, ni ante la muerte. Soy consciente de mí situación y no pienso rehuir responsabilidades de ninguna clase. Jugué, perdí. Cómo buen perdedor, pago con la vida’.

El teniente Franco hizo bien su trabajo de defenderlo y velo por sus derechos. Luego de ejecutado Severino, Franco fue arrestado, dado de baja del ejército y posteriormente desterrado.

Las palabras de Severino golpean con la misma fuerza que lo hicieron sus acciones. Leerlo es desgarrarse a un nivel nuevo, que su figura te hace alcanzar.
Es inevitable que una personalidad tan fuerte haya terminado de esa manera. Es para respetar su abandono al papel de un hablador de café, y su paso a poner el cuerpo por lo que creía. Ya sea luchar contra el capitalismo, el fascismo, buscar nuevos derechos o unirse a la causa que su sangre hirviente lo impulsa.

Lo siguiente serán fragmentos de su ensayo: «El derecho al ocio y a la expropiación individual».

Pero donde se agranda nuestro sufrimiento hasta adquirir caracteres trágicos, es al desentrañar la vergonzosa comedia de la falsa piedad que se desarrolla a nuestro derredor, mordiéndonos de rabia por nuestra impotencia y también por sentirnos un poco viles —vileza que es a veces justificada, pero que casi siempre no tiene justificación alguna frente a esta inicua y cínica hipocresía que nos hace pasar a nosotros, trabajadores, como los beneficiados, cuando somos los benefactores; que nos coloca en situación de mendigos a quienes se quita el hambre por misericordia, mientras que en realidad somos nosotros los que damos de comer a todos los parásitos y les procuramos el bienestar de que gozan: que consumimos nuestras vidas entre los horrores de las privaciones, para saturar de goces las de ellos, para permitir sus expansiones, sus placeres, —su ocio—, teniendo conciencia del despojo a que se nos somete. Quiere prohibírsenos hasta el poder sonreír ante las maravillas de la naturaleza, porque se nos considera como instrumentos, nada más que como instrumentos para embellecer su vida parasitaria. Nos damos cuenta de toda la insensatez de nuestros afanes; sentimos lo trágico, mejor dicho lo ridículo de nuestra situación: imprecamos, maldecimos, nos sabemos locos y nos sentimos viles, pero todavía continuamos bajo la influencia (como cualquier mortal) del ambiente que nos circunda, que nos envuelve en una malla de frívolos deseos, de mezquinas ambiciones de «pobres cristos» que creen mejorar un poco sus condiciones materiales, intentando arrancar de entre los dientes de los lobos —de los que poseen y defienden la riqueza— una migaja de pan que no se consigue más que al elevado precio de nuestra carne y de nuestra sangre dejadas en los engranajes del mecanismo social. Y, a pesar nuestro, por necesidad o sugestión colectiva, nos dejamos arrastrar por el torbellino de la locura común.

Otro fragmento de su ensayo:

No se puede pedir a un cuerpo cansado y consumido que se dedique al estudio, que sienta el encanto del arte: poesía, música, pintura, ni menos que tenga ojos para admirar las infinitas bellezas de la naturaleza. Un cuerpo exhausto, extenuado por el trabajo, agotado por el hambre y la tisis no apetece más que dormir y morir. Es una torpe ironía, una befa sangrienta, el afirmar que un hombre, después de ocho o más horas de un trabajo manual, tenga todavía en sí fuerzas para divertirse, para gozar en una forma elevada, espiritual. Sólo posee, después de la abrumadora tarea, la pasividad de embrutecerse, porque para esto no necesita más que dejarse caer, arrastrar. A pesar de sus hipócritas cantores, el trabajo, en la presente sociedad, no es sino una condena y una abyección.

Cada párrafo es mejor que el anterior:

El llamarnos «trabajadores honrados» es tomarnos el pelo, es burlarse de nosotros, es, después del daño, agregarnos la burla. ¡Oh soberbios y magníficos vagabundos que sabéis vivir al margen de las conformaciones sociales, yo os saludo! Humillado, admiro vuestra fiereza y vuestro espíritu de insumisión y reconozco que tenéis mucha razón en gritarnos: «es fácil acostumbrarse a la esclavitud».***¡No!, el trabajo no redime, sino que embrutece. Los bellos cantos a las masas activas, laboriosas, pujantes: los himnos a los músculos vigorosos: las aladas peroraciones al trabajo que ennoblece, que eleva, que nos libra de las malas tentaciones y de todos los vicios, no son más que puras fantasías de gentes que nunca han tomado el martillo ni el escalpelo, de gentes que nunca han encorvado el lomo sobre un yunque, que jamás se han ganado el pan con el sudor de su frente.

Un párrafo más de su ensayo inevitable:

No se hallan ya los artesanos, los artistas. La producción capitalista, no los pide, no los precisa. Se han inventado cosas para cada necesidad y máquinas para hacerlo todo, y hemos llegado al punto de tener que crear nuevas necesidades para poder fabricar nuevos productos. En realidad, es esto lo que ya se hace y es por esto que la vida se va siempre complicando más y el vivir se hace cada día más difícil. Se ha suprimido la estética de las cosas y no se crea más que en serie, en montón. Se han educado los gustos en línea general; se ha distribuido en los individuos cualquier originalidad artística, cualquier antojo diferente, y se ha alcanzado —¡oh, prodigio de la propaganda!— hacer apetecer a la generalidad aquello que a los capitalistas conviene fabricar: una misma cosa para cada individualidad distinta.

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